Un museo a base de piedras en los suelos de Portugal

A los Calceteiros la gloria les llega tarde. El reconocimiento es impuntual por naturaleza. Estos artesanos han hecho del oficio de partir y colocar la piedra un arte anónimo. La calzada portuguesa es el resultado de su trabajo. Un adoquinado calcáreo blanco y negro que se disfruta mirándolo mientras se pisa y que para valorarlo hay que arrodillarse hasta el dolor de espalda.

Lo que hace Jorge Duarte es magia de albañilería en horas bajas a plena luz del día. Coge piedras y las transforma en triángulos, cubos, pentágonos y hexágonos. Formas geométricas que encaja en una superficie de arena nivelada para dar vida a la Capilla Sixtina del pavimento. Precisión, sensibilidad y ninguna prisa son los dones que permiten construir esta clase de calzada representativa de Lisboa, Portugal y sus excolonias. El primer trabajo artístico de este tipo data de 1842 y se realizó en Batalhão de Caçadores n.º5, dentro del lisboeta castillo de San Jorge. En aquella ocasión los obreros fueron los presos que allí había encarcelados. El diseño que construyeron se parece al que se puede ver en la plaza de Rossio: unas ondulaciones de piedras blancas y negras que son conocidas como mar largo. Un mar sobre el que se puede caminar. Un suelo digno de exhibirse en un museo.

“A través del aspecto artístico del trabajo de empedrador (calceteiro en portugués) se pretende atraer a los más jóvenes”, explica Luísa Dornellas, directora de la Escuela de Calceteiros de la Cámara Municipal de Lisboa. Este centro de formación y sensibilización funciona desde 1986. Jorge fue alumno de la primera promoción; hoy es maestro. A través de sus enseñanzas y de la documentación escrita que se conserva es posible preservar el oficio de calceteiro, una profesión ligada al patrimonio cultural portugués.

Esta técnica de pavimentación de la calzada portuguesa corría el riesgo de perderse al transmitirse de manera oral de maestro a aprendiz. Expresiones ligadas a este arte de empedrar, como “puxado ao quadrado”, “desdobrar da pedra” y “malhetar”, son las que la escuela quiere recuperar. De lo que no hay que preocuparse es de la materia prima. En los alrededores de la capital lusa y en la región de Fátima se concentran las canteras que proveen de piedra calcárea a estos empedradores. El Ayuntamiento de Lisboa cuenta con un cuerpo de dieciséis miembros. Al preguntarle por qué decidió ser calceteiro, Jorge responde: “Tenía 22 años y estaba sin trabajo. Desde entonces siempre lo he tenido”.

La cuadrilla municipal la componen solo hombres, las mujeres no se animan a probar este duro oficio que no requiere fuerza y se toma su tiempo. Un metro cuadrado de calzada consume una hora de trabajo minucioso. La mencionada plaza de Rossio son unos 6000 metros cuadrados. Con esos datos y viendo cómo Jorge desempeña su oficio, uno entiende que sus riñones y su espalda se resientan y que su piel esté tostada.

Daniel Martorell

Toma asiento en un taburete de juguete y estira las piernas. Con una mano coge un pequeño martillo romo y golpea la piedra, de entre cuatro y siete centímetros de tamaño, que sujeta con la otra. Como artista de la piedra que es, prefiere hacer esta operación con las manos desnudas; si las enguantara, perdería la sensibilidad que precisa. Los maestros, como él, no suelen hacer uso del uniforme de trabajo. Sí se ayuda de utensilios y herramientas: carretilla, pala, pico, nivel, varios tipos de martillos, estacas para fijar el molde (diseño o motivo que decora la calzada), ariete (de unos 15 o 20 kilos), escoba y regadera. Con esta última se echa el agua que, junto con la arenilla que se desprende de las mismas piedras, hace de pegamento y las une.

Los dibujos que decoran las calzadas se hacen con piedras negras, aunque en ocasiones pueden ser grises o amarillas. Los diseños van desde elementos típicos portugueses relacionados con actividades socioeconómicas (peces, frutos, cereales y animales) y los descubrimientos marítimos (carabelas, conchas, olas, astrolabios, estrellas) hasta patrones geométricos (arabescos). Para contemplarlos lo mejor es pasearse por los largos do Carmo, de Camões y do Chiado, la calle Garret y la avenida de la Libertad. Para ver una calzada más sofisticada hay que subir al barrio de Alfama y buscar el retrato trepador de la cantante de fado Amália Rodrigues, obra del artista local Vhils, o subir todavía más alto, al monumento de los Descubrimientos, en Belém, y contemplar una rosa de los vientos gigante dentro de un mar largo de piedra.

Ana Baptista, técnica superior de la Cámara Municipal de Lisboa, explica que “la calzada portuguesa, además de bonita es útil y reciclable”. Las piedras se pueden levantar para abrir zanjas y después volver a colocarlas en su sitio. Por cómo se agarran las piedras entre sí, sin ayuda de cemento, la calzada es permeable, evita el riesgo de inundación y limpia la ciudad.

Galo Martín Aparicio

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